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Pentesilea Heinrich von Kleist

Pentesilea (Heinrich von Kleist)

Fue la lectura del ensayo Recuerdos de Hugo Wolf: entre el cariño y la polémica, de Roberto Vivero el que me hizo desear la lectura de Pentesilea. Para Wolf, Pentesilea, drama de Heinrich von Kleist (con traducción de Carmen Bravo-Villasante) era la tragedia de su propia alma. De esta obra Wolf hizo un poema sinfónico.

Nos situamos en el asedio a Troya. El protagonista es Aquiles, en cuyo camino se cruzan las amazonas, con su reina Pentesilea al frente, participando en la batalla del lado de los troyanos. Las cosas del amor siempre son un misterio y lo que aquí plantea Heinrich von Kleist es un flechazo recíproco entre Aquiles y Pentesilea. Ambos están enfrentados (tres veces combaten) y es en el campo de batalla cuando Cupido hace de las suyas.

Lo trágico viene cuando Pentesilea entiende que a ella le está vetado amar, sea a Aquiles o a cualquier otro. Por su parte Aquiles está dispuesto a renunciar a todo, a olvidarse de Troya, y a seguir a Pentesilea adonde sea necesario. Este amor no es tóxico es letal, para ambos, y he ahí la consumación de la tragedia, en un continuo juego de equívocos, y representaciones, como cuando Aquiles después de haber vencido a Pentesilea se hace pasar por perdedor para no herir su orgullo.

Lo que prima aquí más que la fuerza del amor, es la fuerza, un vigor que parece ser excluyente con cualquier otro sentimiento. Así, cuando Pentesilea esté ya en sus postrimerías, Protoe, dirá que la causa de su muerte, no es su debilidad, sino todo lo contrario. ¡Sucumbió porque estaba floreciendo con demasiada fuerza y orgullo!

Kleist plasma en este drama publicado en 1808 (consta de un acto y 24 escenas) el devenir de este desencuentro amoroso con una prosa exacerbada, inflamada y muy gráfica. Así podemos imaginar el cuerpo de Aquiles (conocido por su cólera, su talón, por ultrajar a Héctor, al haber matado este a su amado Patroclo) hecho trizas, desmembrado, por la mano de Pentesilea y las fauces de los perros que la secundan en su letal misión, tanto como la enajenación que sufre Pentesilea, quien no recuerda lo que ha hecho, como si su mente quisiera borrar tan atroces recuerdos.

En el clímax final Pentesilea trata de superar el dolor y los remordimientos con la esperanza. Quizás en su camino al Hades encuentre lo que sabe que no le será dado en vida.

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Juan Martín el Empecinado (Benito Pérez Galdós)

Juan Martín el Empecinado es el noveno episodio nacional correspondiente a la primera serie de la Guerra de la Independencia. Benito Pérez Galdós la escribió en diciembre de 1874. Si los episodios anteriores tomaban sus títulos de ciudades como Cádiz, Gerona o Zaragoza, en la que los españoles defendieron heroicamente las mismas del asedio francés, o de fechas clave como El 2 de mayo o la batalla de Trafalgar en esta ocasión la novela toma el nombre de Juan Martín, más conocido como El Empecinado.

Tres tipos ofrece el caudillaje en España, que son: el guerrillero, el contrabandista, el ladrón de caminos. El aspecto es el mismo: sólo el sentido moral les diferencia. Cualquiera de esos tipos puede ser uno de los otros dos sin que lo externo varíe, con tal que un grano de sentido moral (permítaseme la frase) caiga de más o de menos en la ampolleta de la conciencia.

El Empecinado cae del lado de los guerrilleros, que en Mayo de 1808 había salido de Aranda con un ejército de dos hombres y que en Setiembre de 1811 mandaba tres mil. Las andanzas del guerrillero y sus secuaces se desarrollan en la provincia de Guadalajara, en poblaciones como Sacedón o Cifuentes. Por obra de Benito, nuestro protagonista, otra vez Gabriel de Araceli, agraciado con el don de la oportunidad se sitúa en las filas del empecinado, y así podremos ver cómo transcurría la vida de estos guerrilleros.

Las guerrillas, que son la verdadera guerra nacional; del levantamiento del pueblo en los campos, de aquellos ejércitos espontáneos, nacidos en la tierra como la hierba nativa, cuya misteriosa simiente no arrojaron las manos del hombre; voy a hablar de aquella organización militar hecha por milagroso instinto a espaldas del Estado, de aquella anarquía reglamentada, que reproducía los tiempos primitivos.

El Empecinado se hace respetar, pero no está libre de luchas intestinas como las que tendrá que librar con figuras como el mosén Antón Trijueque. No lleva bien éste estar bajo las órdenes de nadie y como la cabra tira al monte el desacato conducirá a Trijueque a las tropas francesas, cambiando de bando, convertido en un Judas. Como es habitual en Galdós la novela tiene un ritmo endiablado, se suceden un sinfín de peripecias, como la de ese niño de dos años –y sin destetar- que los guerrilleros llevan consigo, al que llaman el empecinadillo, al cual hay que buscar alimento mamario en cada pueblo al que llegan, y que más adelante será el salvador de Gabriel, cuando este caiga preso y el pipiolo bien dotado en las artes del choriceo le provea de una lima con la que Gabriel alcanzará la preciada libertad, con un objetivo, ir tras los pasos de Inés, que de nuevo aparece en la historia, como un imposible, situada ésta en la localidad de Cifuentes con D. Luis de Santorcaz también tras sus pasos y con la idea de llevársela con ella. Habrá un despacho entre Gabriel y Luis, cuando éste último acceda a liberar a Gabriel a cambio de que el joven cambie de dando, obteniendo un no rotundo a su proposición. Luis, al nulo abrigo del aposento carcelario, le referirá a Gabriel su biografía condensada, con el ánimo de si no ser aceptado, sí al menos obtener cierta comprensión hacia su conducta y actos.

Los guerrilleros llegan a los pueblos y la tropa está hambrienta, no reciben raciones, visten con harapos y lo que sucede es que si los franceses llegan a estos pueblos castellanos y arrasan con todo, vacían las bodegas y los figones, sustraen las escasas reservas, asesinan por doquier y ponen el broche incendiando los pueblos al marchar, cuando después llegan los guerrilleros, estos acuciados por el hambre, la sed, el frío, harán algo parecido, porque si no queda nada allá es porque los lugareños han sido muy accesibles a las demandas de los imperiales invasores y les han dado todo, lo cual implica tomar medidas, y vienen más muertes, ajusticiamientos, fusilamientos, ahorcamientos. De esta manera estas míseras gentes están entre dos frentes armados y con ambos saldrán perdiendo. De ninguno de los dos obtienen provecho alguno, tocados por la infausta mano negra de la guerra, la muerte, la destrucción.

El siguiente episodio es La batalla de los Arapiles, en 1812, desenlace de la Guerra de la Independencia. Sigamos avanzando por la renegrida piel de toro.

Benito Pérez Galdós
Episodios Nacionales
Primera Serie: La guerra de la Independencia

1- Trafalgar
2- La corte de Carlos IV
3- El 19 de marzo y el 2 de mayo
4- Bailén
5- Napoleón en Chamartín
6- Zaragoza
7- Gerona
8- Cádiz

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Napoleón en Chamartín (Benito Pérez Galdós)

Tras haber dado cuenta de las cuatro novelas anteriores, paso a hablar de Napoleón en Chamartín, la quinta novela de la primera serie, de la Guerra de la Independencia de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós. Tras el éxito español en Bailén, las tropas francesas consiguen asestar pocos meses después antes de acabar 1808, un duro revés a las pretensiones españolas al lograr Napoleón entrar triunfalmente en Madrid sin apenas sobresaltos.

Este episodio (unas trescientas páginas) lo escribe Galdós en treinta días, en enero de 1874, lo cual cifra muy bien la prosa torrencial del autor, su facundia, el buen hacer con los diálogos y lo inteligente de, a través de sus personajes y situándolos en los lugares adecuados, ofrecer un fresco histórico muy vívido y colorista. Por ejemplo, entre las medidas legales que adopta Napoleón está reducir el número de conventos. Como recoge el artículado. El número de los conventos actualmente existentes en España se reducirá a una tercera parte […] Los bienes de los conventos suprimidos quedarán incorporados al dominio de España, y aplicados a la garantía de los vales y otros efectos de la Deuda pública. Este asunto será tratado por los interpelados, por eclesiásticos como el padre Salmón, en trato con Gabriel, que siempre tiene la capacidad de estar en todas las salsas, de tal guisa que incluso seamos testigos de cómo José, el hermano de Napoleón, se pregunta por qué le llaman Pepe Botella cuando él solo prueba el agua. También le endilgarán lo de Pepe Plazuelas, pero eso es otro cantar.

Cuando Napoleón supera Guadarrama y se encamina hacia Madrid ya se ve que los madrileños, con un censo de 500 soldados para defender la ciudad, poco podrán opugnar a los imperialistas, con Napoleón a la cabeza. Los lugareños se abastecen de cuanto tienen a mano, pero esto resulta claramente insuficiente. Además, el ánimo que insuflaba el espíritu de la población durante el 2 de mayo dista mucho del presente, y enseguida se llega a la conclusión de que una retirada a tiempo es una victoria. A pesar de lo cual hay quien, como el Gran Capitán, decida inmolarse antes de caer bajo el yugo francés. El resto se buscará la vida como puede y algunos cambiarán de chaqueta sin miramientos. Ahí tenemos a Santorcaz de ánimo afrancesado al que las nuevas circunstancias le permiten de forma pintiparada pasarse al enemigo para convertirse en jefe de la policía menuda, haciendo su labor con esmero y poniendo entre rejas a todo aquel hostil a los franceses. Cuando el paisanaje defiende su ciudad se encuentran con que en vez de pólvora los cartuchos, no todos, llevan arena. Esto provoca el caos, la rabia ciega, la sinrazón desmedida y el que acabará pagando el pato de tales artimañas será el infausto Juan de Mañara, a quien ajusticiarán sin miramientos, y que Galdós refiere en estos términos:

Pero lo espantoso, lo abominable, y más que abominable vergonzoso para la especie humana, fue lo que ocurrió después. La plebe tiene un sistema especial para celebrar las exequias de sus víctimas, y consiste en echarles una cuerda al cuello y arrastrarlas después por las calles, paseando su obra criminal, sin duda para presentarse a los piadosos ojos en la plenitud de su execrable fealdad. Esto pasó con el cadáver del infeliz regidor, a quien conocimos amante de Lesbia, amante de la Zaina, amante de todas, pues no hubo otro que como él prodigara su hermosa persona en altas y bajas aventuras; esto pasó con el cadáver del infeliz a quien llamo D. Juan de Mañara, no porque este fuera su nombre, sino porque me cuadra designarle así, para no andar trayendo y llevando los títulos de respetables casas, por los altibajos de esta puntual historia. Pero apartemos los ojos, no miremos, no, ese despojo sangriento que por la calle de la Magdalena, y después por la del Avapiés abajo, arrastran en inmunda estera unos cuantos monstruos, hombres y mujeres tan sólo en la apariencia: cerremos los oídos a sus infames gritos, y sobre todo no miremos ese destrozado cuerpo, aún caliente, a quien las puñaladas, los golpes, el frecuente tropezar van quitando la figura humana, haciendo un jirón lastimoso de lo que fue, de lo que era pocos minutos antes hombre gallardo y gentil, y lo que es más digno de consideración, hombre dichoso y amable. Y mientras pasa esa salvaje bacanal, ese río de sangre y de infamia y de crimen, meditemos sobre las mudanzas mundanas, y especialmente sobre las cosas populares, las más dignas de meditación y estudio.

¿No habéis observado que todos los movimientos populares llevan en su seno un germen de traición, cuyo misterioso origen jamás se descubre? En todo aquello que hace la plebe por sí y de su propio brutal instinto llevada, se ve tras la apariencia de la pasión un tejido de alevosías, de menguados intereses o de criminales engaños; pero ningún sutil dedo puede tocar los hilos de esta tela escondida en cuyas mallas quedan enredados y cogidos mil bárbaros incautos.

Nada hay más repugnante que la justicia popular, la cual tiene sobre sí el anatema de no acertar nunca, pues toda ella se funda en lo que llamaba Cervantes el vano discurso del vulgo, siempre engañado.

Algo que me trae en mientes unos párrafos de Sobre el agua de Guy de Maupassant.

Hay una frase popular que asegura que «la multitud no razona» ¿Y cómo es que no razona la multitud si cada uno de los que la integran razonan? ¿Cómo es que una multitud hace espontáneamente lo que ninguna de sus unidades haría? ¿Por qué tiene la multitud impulsos irresistibles, determinaciones feroces, arrebatos estúpidos que nada es capaz de contener, y por qué realiza, arrastrada por tales arrebatos, irreflexivas acciones que ninguno de los individuos que la componen sería capaz de realizar? Que un desconocido lance un grito, y súbitamente se apodera de todos una especie de frenesí, y todos, movidos de un mismo impulso, al que ninguno intenta resistir, arrebatados por un mismo pensamiento, que se hace de un modo instantáneo común a todos ellos, aunque sean de castas, opiniones, creencias y costumbres distintas, se abalanzarán sobre un individuo, lo degollarán, lo ahogarán sin motivo, casi sin pretexto, mientras que, tomados aisladamente, serían capaces de arriesgar sus vidas por salvar al que están matando.

En la narración deambula el vivales de Diego, el condesito de Rumblar, el licencioso joven que no ve la manera con la que dilapidar su fortuna y endeudarse, comprometiendo su porvenir, viviendo la vida loca, que encelado por Santorcaz se verá incluso en la tesitura de secuestrar a Inés y tomarla a la fuerza de sus aposentos, que no es otro que El Pardo, donde está Inés junto a su padre, el tío de Amaranta, que de nuevo juega un papel relevante en la historia de los episodios, pues como ya viene siendo habitual mantiene con Gabriel un tira y afloja que siempre le permite al joven situarse, aunque sea episódicamente y brevemente, al lado de su amada (en esta ocasión haciéndose pasar el señor duque de Arión) para confesarle los males que asolan su alma, al tiempo que van comprobando cómo la naturaleza de su relación abunda y se enseñorea en la imposibilidad de estar juntos.

La novela se precipita a un final en el que a Gabriel lo vemos de nuevo preso, tras ser prendido en El Pardo, insurgente de esta gran epopeya, formando el eslabón de una cadena de veinte presos rumbo a Francia, junto a Roque, quien lo enterará del infausto final del Gran Capitán.

Tras la lectura de estos cinco episodios dejo en suspenso, por unos pocos días, camino de Zaragoza, los Episodios para proseguir con otro Mariscal de las letras patrias, César Martín y su De corazones y cerebros.

Benito Pérez Galdós
Episodios Nacionales
Primera Serie: La guerra de la Independencia

1- Trafalgar
2- La corte de Carlos IV
3- El 19 de marzo y el 2 de mayo
4- Bailén
5- Napoleón en Chamartín

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Bailén (Benito Pérez Galdós)

La cuarta novela de la primera serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós, Bailén, en su primer capítulo nos tiene en ascuas porque no sabemos cuál ha sido el destino de Gabriel. Al finalizar el mismo se hace mención a un chiquillo y pensamos que es él y acertamos. Gabriel fue fusilado, recibió tres balazos, pero milagrosamente salió vivo. Fue intervenido de urgencia y tras una recuperación de unos días vuelve a la vida, y lo hace en casa de un matrimonio que lo acoge, el formado por Gregoria y Santiago Fernández, alias el Gran Capitán. Al poco recibe nuevas de Inés merced a Juan de Dios que le informa de que no sabe nada de ella, salvo que está viva, puesto que Lobo se la jugó y la entregó a una familia acaudalada. Por ahí ronda Amaranta. Estamos en el 20 de mayo de 1808. Las tropas españolas que están sin Reyes, dado que Carlos IV y Fernando VII (lo cual no evita que durante la batalla los vivas de los soldados estén dedicados a Fernando VII) ya no están en el trono, Napoleón le ha entregado la corona a su hermano José, deciden plantar cara a los franceses, organizar la insurrección por su cuenta en Juntas (en su papel de representantes del poder real, declararon la guerra a Napoleón, organizaron los movimientos de los soldados y recaudaron dinero mediante la supresión de los impuestos y la acuñación de moneda) que irán aumentando de tamaño a medida que muchos militares den de lado a los franceses para pasar a guerrear contra ellos.

El odio a los franceses no era odio: era un fanatismo de que no he conocido después ningún ejemplo. Era un sentimiento que ocupaba los corazones por entero sin dejar hueco para otro alguno, de modo que el amar a los semejantes, el amarse a sí mismos, y hasta me atrevo a decir que el amar a Dios, se adoptaban y se medían como fenómenos secundarios al gran aborrecimiento que inspiraban los verdugos del pueblo de Madrid.

Se conspiraba con el deseo, con las noticias, con las sospechas, con las exageraciones, con las sátiras, con verdades y mentiras, con el llanto tributado a los muertos y las oraciones por el triunfo de los vivos.

Los continuos encuentros y desencuentros entre Gabriel e Inés parecen ser la columna vertebral de estos primeros episodios nacionales galdosianos. Encuentros propiciados por el azar o por la mano del autor. De esta manera Gabriel encontrará a Inés en un convento, dispuesta a ser monja y a olvidarse del mundo y de todos aquellos que lo pueblan, con el convencimiento de que Gabriel está muerto. La aparición de este, cuál resucitado, le infunde nuevos ánimos y bríos, la insufla de la alegría de vivir, aunque conociendo a Galdós ya sabemos que el camino del reencuentro no va ser un camino fácil y tendrá las hechuras de una vía crucis.

Gabriel, Don Luis Santorcaz y Marijuan, un joven mozo aragonés, se encaminan hacia el sur, con la idea de enrolarse en el ejército. Paseos por una Mancha interminable que les trae en mientes al ilustre hidalgo manchego. Como la yesca seca, la insurreción prenderá en los ánimos patrios como un polvorín, en localidades como Bailén, el 19 de julio, en donde los españoles están dispuesto a todo con tal de plantarle cara y aniquilar a los franceses. Para ello se excarcela a casi todos los delincuentes allí confinados que pasan a engrosar las filas del ejército con óptimos resultados. A medida que los lugareños van sufriendo los desmanes y tropelías de los franceses, que los dejan sin cosechas, sin comida, sin bebidas, que ven morir asesinadas a mujeres y niños inocentes, el odio hacia ellos, hacia la canalla, se acrecienta, y sucede entonces lo que parecía imposible, que los españoles derrotasen a los franceses de Napoleón, aquel ejercito que se creía invencible, dueño del mundo y estos tuvieran que alzar la bandera blanca, capitular y pedir la paz.

Lances bélicos que Galdós recrea con todo lujo de detalles. Apenas cuatro años antes Leon Tolstói había publicado la inmortal Guerra y Paz. Me pregunto si Galdós llegaría a leer esta obra al escribir Bailén y siguientes episodios bélicos. Además de describir detalladamente el avance de las tropas, y los avances y retrocesos en pos de la victoria, de cada uno de los dos bandos enfrentados, Galdós hace hincapié en la moral del soldado, en aquello que lo hunde y socava, como el hambre, la sed, el calor infernal, el cansancio acumulado, todos ellos al borde de la extenuación y dispuestos a matar por un buchito de agua.

Lo curioso en esta situación bélica tan al límite es que Gabriel, inserto en el fragor de la batalla, al encontrar en el caballo de Santorcaz unas cartas comprometedoras objeto de su atención -dado que en ellas se habla de su bienamada Inés, de sus presuntos padres y la posibilidad muy real de ser esposada con Diego, un Grande de España, el cual al arrimo de Santorcaz y de su vivo ingenio verá desbaratado su escaso intelecto, fosilizado este en la tradición, la religión, la jerarquía, las prebendas, todos aquellos derechos históricos que Santorcaz pondrá en tela de juicio (ya nos advirtió Cervantes: Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro si no hace más que otro); un don Diego que desaparece en la batalla y que su madre Doña María y sus hermanas Asunción y Presentación, ven ya como héroe caído en el altar de la patria. Sin embargo su desaparición se resuelve con un final más prosaico y feliz y da lugar a las escenas más jocosas de todo el relato. Pues tras caer determinó servirá don Diego de objeto de chanzas y mofa de los franceses que se lo pasarán en grande con él, divirtiéndose a su costa, organizando una corrida, empinando el codo, echándose unos cantecitos, aprendiéndose la Marsellesa, pues para él todo parece ser poco más que un juego- deja la guerra en suspenso se abstrae del mundo para dedicarse a leer, pues su mundo y su futuro en esos momentos está confinado en las cuartillas que devora anhelante, ajeno a todo.

Galdós siempre tiene muy presente al lector en sus escritos, como si lo tuviera delante, acuciándole este a seguir con la narración, a seguirle contando. Bailén acaba y nos quedamos de nuevo con la miel en los labios, con José huido de Madrid tras la batalla de Bailén. Y con ganas de más, de saber qué sucederá con Napoleón en Chamartín y en Zaragoza.

En cuanto a los libros empleados para la lectura de estos episodios, de momento, primero fue Cátedra para Trafalgar, después Alianza, para el segundo y tercer episodio (en un mismo libro) y para Bailén he recurrido a la edición de Destino, una edición que agrupa los 10 episodios de la primera serie en un único ejemplar. El problema que tiene este libro es que es muy pesado y la letra es muy pequeña lo cual hace la lectura incómoda. Para los dos próximos capítulos, Napoleón en Chamartín y Zaragoza, recurriré a la edición de Espasa, que son novelas con formato enciclopedia, en donde el texto va acompañado con ilustraciones, anexos, etc.

Estas cuatro primeras novelas las escribió Benito Pérez Galdós en 1873. Entonces el autor contaba tan solo 30 años.

Benito Pérez Galdós
Episodios Nacionales
Primera Serie: La guerra de la Independencia

1- Trafalgar
2- La corte de Carlos IV
3- El 19 de marzo y el 2 de mayo
4- Bailén