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Abel Sánchez (Miguel de Unamuno)

Abel Sánchez, a primera vista puede traernos en mientes el cuadro Duelo a garrotazos de Goya, pero creo que tampoco se ajuste al espíritu del cuadro, porque dos no discuten ni se agarrotan si uno de ellos no quiere, que es lo que aquí sucede. Porque aquí el odio solo va en una dirección. De Joaquín hacia Abel.

Pensemos en un cuadro, un tríptico. En el cuadro de la izquierda hay dos niños, amigos desde la infancia que se quieren a morir. Pero Abel es juguetón, travieso, díscolo, hábil en las relaciones humanas. Es el que se lleva a todos de calle. Joaquín es serio, taciturno, aburrido, severo. Ve Joaquín cómo Abel siendo tan opuesto a él, triunfa. Y cada triunfo de Abel es para él una lanzada en el costado.

El cuadro central, sería la manifestación de que la situación de Joaquín se agrava, irremediablemente, cuando se enamore de Helena, y ésta acabe finalmente en los brazos de Abel. Será el golpe definitivo. A partir de ese momento Joaquín no levantará ya cabeza. El odio que nació en la infancia, fermentará en su interior en la adultez y parecerá destinado a cumplir con una misión: acabar con la vida de Abel. Es evidente el paralelismo con el motivo bíblico de Caín y Abel: el primer fratricidio. Joaquín será un conocido médico, mientras que Abel se encaminará por las artes, como pintor. Surge aquí también una tensión entre las artes y las ciencias; mientras que las primeras encarnan el orden, la rigidez, lo analítico; las artes, por contra serán el espejo del mundo más libérrimo, desenfadado, caótico.

El cuadro de la derecha nos muestra a Joaquín, quien a pesar de casarse y tener hijos, no será capaz de amar nunca a nadie, y solo sentirá por sí mismo desamor o desprecio. Lo que alimentará sus días es el pan ácimo del odio. Todo lo que sucederá a su alrededor será interpretado por él como una afrenta, un menoscabo. Y no mejoran las cosas cuando la hija de Joaquín se espose con el hijo de Abel, ni cuando tengan un nieto, que llevará por nombre Joaquín. El odio no desaparecerá, el amor no alcanzará el núcleo de Joaquín, porque la llegada del nieto, lejos de abrirlo al amor, y moverlo hacia sentimiento cariñoso, solo lo arrostrará como una amenaza: la posibilidad real de que su nieto quiera más a su otro abuelo, a Abel.

Y así la historia se repetirá de nuevo, porque Abel (o estos pensamientos menudean en Joaquín) siempre se saldrá con la suya, rebajando más y más y enterrando a Joaquín en un pozo tan negro del que ya solo saldrá con la muerte. Y no con una muerte liberadora, no con el perdón recibido, no con la confesión, incapaz de redimir nada.

Toda la crisis existencial de Unamuno (la novela data de 1917) está aquí, todo su pesimismo; la creencia de que los espíritus, lejos de cambiar a mejor se envilecen, que hay sinos trágicos sin solución. No hay luz alguna; todo en la novela es negro, amargo, desolador, desesperado, repulsivo.

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