Archivo de la categoría: Editorial Acantilado

Leonid Andreyev

Las tinieblas (Leonid Andréyev)

Leonid Andreyev
Acantilado
2009
104 páginas

Un revolucionario, un terrorista, un joven de 26 años, virgen, perseguido por la policía recala en un lupanar, y solicita los servicios de una mujer y una vez allí no quiere echar un polvo con Liuba, sino dormir, aunque sea solo un par de horas, porque nuestro joven está que no se tiene y la mujer alucina con él, para mal, y cuando vuelve de los brazos de Morfeo, ella ya le ha calado, barrunta que es un revolucionario, un idealista, un terrorista, y él le confiesa entonces que es virgen, que la piel de una mujer desnuda, para él es un acontecimiento, pero no se lanza, no toma posesión de ella, no obtiene sexo a cambio de dinero, y su confesión (sexual y revolucionaria) lejos de liberarlo lo atormenta y ella al tiempo que lo golpea y ridiculiza, amenaza con denunciarlo, a él, que hasta sus 26 años no ha hecho otra cosa que servir a un ideal que va camino de dejar de serlo, porque quizás la única guerra que valga la pena librar en esta vida sea la que libramos sobre un colchón, pero la noche los confunde y durante unos momentos creerán ser dueños de sus vidas, nada más lejos de la realidad, porque el destino ya ha dicho su última palabra, y él va para mártir, mientras ella se perpetuará como puta.

Relato de Leonid Andréyev (1871-1919) publicado en 1906, planteado como un intercambio de puyazos verbales, donde cada uno defiende sus posiciones, que corren el riesgo de intercambiarse, cuando las certezas son un castillo de naipes y la virginidad no es ya sólo algo físico sino también mental.

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Aquel vivir del mar (Aurora Luque)

Aurora Luque
Acantilado
2015
273 páginas

Esta muy recomendable obra de la poeta y traductora Aurora Luque recoge las poesías (o fragmentos de ellas) de más de cincuenta poetas griegos, que comprenden desde la poesía épica arcaica hasta la poesía tardía, pasando por la poesía lírica arcaica, la poesía del drama, la poesía helenística, y la antología palatina. Un lapso de tiempo de más de mil años. Todas las poesías tienen un elemento común, el mar.

Empieza la antología con el que será el más conocido de todos los poetas, Homero y su Ilíada. Con esto empezó todo. La primera aparición del mar en la literatura griega ocurre en el verso 34 del canto I de la Ilíada: el sacerdote Crises, recién humillado por el caudillo Agamenón, que se niega a devolverle a su hija Criseida, se aleja de los campamentos caminando por la orilla. El silencio del anciano contrasta con el inacabable discurso del mar. A partir de este momento, el rumor de las olas y el aroma de yodo y de salitre no dejarán ya nunca de impregnar la escena poética.

Nada tiene de raro que los griegos, rodeados de islas, tuvieran el mar muy presente en sus composiciones poéticas. Así, el mar es sustento para los pescadores y alimento para los ciudadanos y muchas veces deviene un cementerio marino, donde las madres pierden a su hijos. Un mar que como en el caso de Hesíodo resulta ser el enemigo, de tal modo que se embarca una sola vez en su vida, para participar en un concurso de canto, del cual resulta ganador, en una localidad vecina.

Muchos dioses y diosas provienen del mar o este es su medio. Nadie desconoce el regreso de Ulises a Ítaca, en ese periplo que parece eterno, surcando los mares, desoyendo los cantos de Sirenas, sorteando toda clase de peligros, en su singladura por el ponto vinoso. O bien las Nereidas, o el trayecto del toro-Zeus y Europa, sobre el mar, hasta la Isla de Creta etc.

El mar no solo es tragedia, sino también propicia la voluptuosidad, el deseo, el fragor sexual y cómo no, la pulsión bélica como bien se plasma en los poemas que recogen las gestas de los griegos en la Batalla naval de Salamina, contra el Imperio Persa, con Jerjes a la cabeza.

Cada fragmento de estos jirones de poesías, algunas tan breves como un par de líneas, como en el caso del poema de Alejandro de Etolia, y El pez escolta, lleva un título y los poetas mayores se nos presentan con una pequeña biografía. Al final del libro hay unas notas que hacen más enriquecedora la lectura y también un prólogo, que oficia como una invitación al viaje, al que no deberíamos ofrecer resistencia, pues leer este libro es una singladura gozosa, una empresa nutricia para el espíritu.

A medida que leemos constatamos como el paso del tiempo, los mil años que recoge la antología, opera sobra los poetas, cambiando la manera que estos tienen de entender la poesía, y de aprehender y explicitar su experiencia con el mar.

Todos los poemas están traducidos por Aurora quien en el prólogo explica la misión imposible que supone tratar de devolver algo del sabor lírico a las viejas palabras helenas, así como la imposibilidad de rendir cuenta fiel de ritmos, sílabas y metros. Si Borges exigía dos requisitos obligatorios a todo poema, a saber, comunicar el hecho preciso y tocarnos físicamente, como la cercanía del mar, esta antología lo cumple.

Una antología que descubrirá a poetas poco conocidos y dará pie para abundar más en ellos y en sus obras. Muy escasa es la participación femenina en la antología: Safo y Erina. Al inmortal Homero, hay que sumar la presencia de otros poetas como Píndaro, Esquilo, Sófocles, Aristófanes, Calímaco, etc.

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Peregrinos de la belleza. Viajeros por Italia y Grecia (María Belmonte)

María Belmonte
Acantilado
2015
312 páginas

Leía este libro de María Belmonte y pensaba en otro de Stefan Zweig, Momentos estelares de la humanidad. Sus temáticas en nada se parecen, pero María logra lo que en su día obraba Zweig en ese libro y es que la lectura del mismo sea para el lector algo muy gozoso, una experiencia incluso proclive a la exaltación.

Algo tiene que ver en esto también que uno (el lector) en mayor o menor medida esté prendado por la cultura griega y/o latina, como le sucede a la autora, declarada filohelena. Esa pasión que María siente, logra transmitirla muy bien al lector, y lo hace recurriendo a las semblanzas de ocho personajes, todos escritores y todos ellos masculinos, que encontraron en Italia o en Grecia, su razón de ser, su sitio en la tierra, su tierra prometida. Peregrinos que tenían distintas motivaciones para dejar sus lugares de origen, su mayoría residentes en el norte de Europa, y mudarse al Sur, a fin de realizar el conocido como Grand Tour (que universalizó Goethe, tras publicar su novela Viaje a Italia), ya fuera buscando una mayor permisividad hacia sus tendencias sexuales, o bien la luz y el benigno clima sureño, incluso y aunque resulte paradójico, vivificarse ante la contemplación de ruinas, o monumentos griegos o latinos.

Así, antes nuestros ojos pasarán Johann Winckelmann, Wilhelm von Gloeden, Axel Munthe, D. H. Lawrence, Norman Lewis, Henry Miller, Patrick Leigh Fermor, Kevin Andrews, Lawrence Durrell. A los que hay que sumar la presencia del incasable viajero Bruce Chatwin en su estancia en Grecia, y próximo a Fermor.

Decía antes que todos los personajes, todos estos viajeros, son masculinos. Todos no, cada capítulo se cierra, con un paseo de la autora, que opera como otro personaje más, por los Santos Lugares, recorriendo ésta los sitios por donde siglos atrás anduvieron estos peregrinos de la belleza, estos bebedores de luz, preñados de cielo y mar, buscando una Arcadia, encontrándola y disfrutándola durante un período (más o menos largo) de sus vidas.
Pero no hay que llevarse a engaño, la autora vuelve a Grecia para «entrever tal vez, durante unos instantes la sombra de aquel mundo antiguo desaparecido para siempre en la rueda del devenir».

Si las semblanzas de todos estos personajes resultan subyugantes (mi favorita es la de Munthe. Quiero leerme La historia de San Michele), si uno no puede menos, a medida que vas leyendo, que sentir mucha envidia, ante unas vidas tan intensas y gozosas, tan dadas a esa mezcla de holganza (aunque también hubo quien, como Munthe buscaba continuamente ir al límite, ponerse a prueba físicamente hasta la extenuación para poner a raya el amago de depresión, o el caso de Leigh Fermor, curtido en travesías imposibles o Andrews, otro infatigable caminante) y labor creativa, mediante una escritura que se alternaba, con amenas conversaciones, en villas frente al mar, donde liberados casi todos ellos de responsabilidades familiares, sin progenitores a quien cuidar ni hijos a los que atender, sin ninguna tarea doméstica que alterase su ánimo, en disposición plena y total para la llamada de las Musas, lo que parece claro es que todo tuvo su momento (registrado en las obras que todos estos escribieron sobre sus estancias en Grecia e Italia, obras como Nápoles 1944, La vida de San Michele, Las islas griegas, El coloso coloso de Marisa, Maní, Roumeli, El vuelo de Ícaro, La celda de Próspero, Limones amargos, etc), y que éste ya ha pasado, y ahí las páginas con las que María cierra cada capítulo dan fe de esto. Taormina, Corfú, Nápoles, Capri, etc, ninguno de estos lugares es como era hace cien años. Las dos guerras mundiales y el turismo de masas han cambiado la fisonomía de estos santos lugares, para mal y cuesta reconocer en ellos su esencia, su identidad.

Leyendo a María, suscribo lo que escribía Rafael Argullol sobre esa plaga conocida como el provinciano global.

Maria Belmonte con esta maravilla de libro editado por Acantilado, me ha tenido unos cuantos días fascinado, embebido, subyugado, viajando sin salir de casa. Y ahora, huérfano.

Abril: historia de amor

Abril: historia de un amor (Joseph Roth)

Joseph Roth
Acantilado
56 páginas
2015

Nuestro protagonista, viejo, cansado, marcado por la desidia y la indiferencia, no haría nada, ni por amor, ni me temo que por ninguna otra cosa, pues nada lo motiva, ni entusiasma, pues éste se halla según nos refiere, más allá del dolor, de la alegría, y ya ni ríe ni llora.

Sí, sé lo que estáis pensando. Este hombre es la «alegría de la huerta«. Sí, pero a la inversa.

A su lado surgen mujeres como flores, que enseguida se agostan ante su indolente mirada, porque él es inasible como el viento, siempre a la fuga, fugitivo de sí mismo, donde el compromiso para él es una palabra con forma y esencia de nube.

Así, de la misma manera que nuestro personaje llega en tren a la estación, así se irá de nuevo, no sabemos hacia dónde, al mismo tiempo que comprobará, cuando ya ruge sobre el andén el monstruo vaporoso, que sus devaneos mentales respecto a su amada ventanera eran todos ellos una sarta de mentiras.

Da igual, él está de paso.