Archivo de la categoría: Thomas Mann

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Correspondencia (Hermann Hesse & Thomas Mann)

¿Siguen los escritores hoy en día manteniendo entre ellos correspondencia epistolar? ¿Podemos considerar el envío de cartas, ante la presencia de whatsapps, correos electrónicos, redes sociales, como un anacronismo?

Stirner publica Correspondencia, la mantenida entre los dos premios Nobel, Thomas Mann (1875-1955) y Hermann Hesse (1877-1962) desde 1910 (la primera vez que estuvieron juntos fue en abril de 1904) hasta 1955 coincidiendo con la muerte de Thomas Mann.

Una correspondencia que a priori puede resultar al lector extraña, ya que desde fuera siempre se intentó por terceras partes contraponer la figura de un escritor con la del otro. De esta manera tanto Hesse como Mann públicamente se rendían admiración, loaban sus trabajos y mostraban su respeto y afecto mutuo, ya fuera reseñando uno los libros del otro, como alegrándose Mann a medida que Hesse cumple 60, 70 años y felicitándolo públicamente a través de la Neue Rundschau.

En la carta que Hesse envía a la mujer de Mann tras la muerte de éste, le escribe: no he vuelto a encontrar entre mi círculo otro ejemplo de camaradería tan intensa y duradera, tan leal y tan fructífera.

Ambos eran no obstante conscientes de sus diferencias. En sus últimos años Mann alaba la sabia y prudente paz del retiro de Hesse, mientras que Mann afirma haber abandonado su vida a una especie de disolución festiva.

Mann se presenta como el hombre burgués (Hesse vincula al espíritu burgués virtudes como son la aplicación, la paciencia, la perseverancia. Aunque serían los rasgos no burgueses de Mann los que acabarían ganando el corazón de Hesse, a saber, su noble ironía, su gran sentido de lo lúdico, su valor para exponer y afirmar sinceramente toda su problemática y, no en último termino, el placer que su temperamento artístico encuentra en el experimento y la aventura, en el juego con nuevas formas y medios artísticos, placer que ha dado lo mejor de sí mismo en el Faustus y en El elegido) que obtiene el reconocimiento de la crítica y el público prontamente (con 25 años escribió Los Buddenbrook), que puede vivir holgadamente de su escritura, que viaja mucho, y que ante la llegada de los nazis al poder decide abandonar Alemania, trasladándose primero Suiza y más tarde a los Estados Unidos, por un plazo de dieciséis años, desde 1934 hasta 1950.

Esta miseria y este sufrimiento habrán de recaer con mayor fuerza sobre la Alemania que es capaz de perpetrar tantos y tan monstruosos crímenes, escribe Mann.

En la correspondencia que mantiene con Hesse, buena parte de ella se dedica a lo literario, a dar su parecer sobre las obras que ambos se dan a leer. Hesse tenía la costumbre de leer junto a su mujer, tal que a Mann le arrecian los elogios por duplicado. Cunden las felicitaciones, se alegran de ver publicadas sus respectivas Obras Completas (Hesse se sorprende a sí mismo cuando se entera de que al llevarse a cabo una recopilación de su poesía para su publicación en un volumen esta arroja una cifra de 11.000 versos. Sus Obras Completas fueron publicadas en 1952 en seis tomos), se interesan por los proyectos que ambos tienen entre manos; Mann primero José y sus hermanos y luego Doktor Faustus. Hesse El libro de los abalorios. Estos dos últimos libros, en palabras de Mann, tenían similitudes que eran desconcertantes y hasta excesivas. Algo curioso porque ninguno había leído el libro del otro hasta que se publicaron casi a la vez.
Otro aspecto que menudea en las cartas más allá de la escritura tiene que ver con la comercialización de su obra, los Premios literarios recibidos, y en las cartas se habla de los derechos de autor, de su trato con las editoriales, de las ventas de sus libros, de cómo algunas de sus novelas están agotadas, del impacto que la llegada de los nazis al poder tuvo sobre la obra de algunos escritores que dejaron de publicarse o reeditarse como le sucedió a Hesse con El lobo estepario y otras obras suyas o cuya obra pasó a estar prohibida; todo aquello que tuviera que ver con los judíos, los comunistas y en definitiva todo lo que viniera de fuera de Alemania. Tras serle concedido a Carl von Ossietzky en 1936 el Premio Nobel de la Paz, Hitler prohibió a todos los alemanes que aceptasen el Premio Nobel.

Leerse uno al otro les brinda una compañía diferida. La amistad no dejó de ser para ellos un bálsamo, una vacuna contra la soledad, que les permitió arrostrar el desarraigo, el exilio interior:

Ante el caos que domina nuestra época y, en medio de tanta miseria, me consuela la idea de ser contemporáneo suyo, escribe Mann.

Thomas Mann y Hermann Hesse

Thomas Mann y Hermann Hesse

En las cartas, otra constante son las continuas menciones a los achaques de salud de uno y otro. Sus visitas a los balnearios de Baden, aguas termales en Ragaz, en el caso de Mann, con toda clase de dolencias. Los problemas reumáticos, las dolencias en las articulaciones y en los ojos por parte de Hesse.

La vida va dejando muertos por el camino y sucesivos intercambios de pésames y ambos deben afrontar la pérdida de sus seres queridos, como la muerte por suicidio de uno de los hijos de Mann, Klaus Mann.

En 1949, cuando muere Adele, la hermana de Hesse, este le escribe a Mann:

Le ruego, eso sí, que no se moleste en enviarme un pésame; ya somos bastante mayores para saber a qué atenernos.

A pesar de haber obtenido el Nobel Mann también se ve necesitado del reconocimiento de la crítica y esto se aprecia en una de las notas de una carta dirigida a Max Rycher a cuenta de su reseña del Faustus. Al tratarse de una gran reseña Mann afirma que ya no podrán pasarle muchas cosas a su libro, por mucho que le llueva toda suerte de críticas y reparos no lograrán, pienso, hacer en él mucha mella.

Hesse se presenta a sí mismo como un ermitaño, que escribe sus libros alejado del mundanal ruido.

Reciba una vez más el saludo de un viejo individualista que no tiene intenciones de adaptarse a ninguna de las grandes maquinarias, le escribe en una carta a Gide.

Mi puesto se halla en esa dimensión del outsider neutro e imparcial donde uno es vapuleado y ridiculizado por ambos frentes, la derecha y la izquierda, y donde debo mostrar lo poco de humanismo y cristianismo que poseo […] la cuestión de quién me necesita, si las víctimas o los verdugos, está, para mí, decidida automáticamente […] Mi casa ha sido durante años un refugio para emigrantes de todo tipo y tengo una esposa cuyos últimos parientes fueron asesinados en Auschwitz. Bajo el signo de la política, del partido, el hombre no se siente ya obligado a seguir sentimientos y métodos, sino a obedecer solamente consignas partidistas y polémicas.

Aunque Hesse solía ser criticado a menudo en los periódicos por su vinculación con los bolcheviques o por cualquier otra cuestión, él prefirió no intervenir en estos medios:

Siempre he estado solo de paso en los diarios a cuya atmósfera pertenecen la lucha y la defensa rápida.

Cuarenta y cinco años, dos guerras mundiales por medio, es un periodo de tiempo muy dilatado, aquel en el que Hesse y Mann se cartearon, enviaron postales, telegramas, cultivaron con tesón y dedicación su amistad, avivando una llama que nunca se extinguió, alegrándose por los éxitos del otro, vindicando sus respectivas obras y su personalidades. Una lealtad, la suya, inquebrantable. Eso es lo que podemos apreciar si decidimos abordar la lectura de estas casi 400 amenísimas páginas de intercambio epistolar que nunca entró en bancarrota. Inexcusable a su vez la lectura del prólogo a cargo de Josep Maria Carandell.

Escribió Mann: A ambos nos fue dado el consuelo de los sueños, del juego, y de la forma, y de la inmortalidad, hemos de añadir.

Stirner. 2019. Prólogo de Josep Maria Carandell. Traducción de Juan José del Solar Bardelli. Traducción de la edición actualizada Laura Sánchez Ríos.

Lecturas periféricas:

Postdata (Simon Garfield)
Correspondencia (Stefan Zweig & Friderike)
Cartas a Lucilio (Séneca)
Cartas a un amigo alemán (Albert Camus)
Carta a una desconocida (Stefan Zweig)

Hermann Hesse y Thomas Mann

Guerra y Paz

Mucho me alegré cuando supe que Austral recuperaba la traducción de Lydia Kúper y publicaba en un formato asequible, en tamaño y precio, Guerra y Paz de Tolstói. Me puse con su lectura y lo abandoné al acabar el primer libro. Me penó hacerlo. Y cuando leo lo que Thomas Mann le dice a Hermann Hesse en las misivas y notas recogidas en la Correspondencia entre ambos Nobel de Literatura, recién publicada por Stirner, a cuenta de esta lectura, no veo la hora de retomarlo.

Thomas Mann le había pedido a Hermann Hesse Guerra y paz de Tolstói, una de sus obras favoritas del escritor ruso. Acerca de esta lectura, el 8 de abril de 1933 T. M. anota en el diario: «Magnífico relato de la batalla de Austerlitz». Y el 1 de junio: «Terminada Guerra y paz, mi consuelo y sostén durante estas semanas. En realidad, aquello que me alienta de esta grandiosa obra, no es sólo la maestría y la grandeza de ésta, sino las debilidades, los pasajes inadmisibles y los agotamientos que produce».

www.devaneos.com

Ensayos sobre música, teatro y literatura (Thomas Mann)

Thomas Mann
Alba Editorial
Traducción de Genoveva Dietrich
332 páginas
2002

Me ha fascinado esta colección de relatos de Thomas Mann sobre música, teatro y literatura. En estas páginas Mann habla de figuras de la literatura tales como Tolstói, Cervantes, Dostoievski, Goethe, Zola, Fontane, Chéjov, Schiller y Strindberg.

Algunos ensayos son muy breves, como el dedicado al dramaturgo Strindberg, de quien destaca sus conocimientos enciclopédicos sobre un sinfín de materias, a quien su anhelo de lo celestial, de lo puro, y bello, le inspiró obras inmortales.

Respecto a Zola, donde se menta el caso Dreyfus -cuando Zola sale en defensa del militar, y asume la hostilidad y el rechazo que le genera su apoyo, en pos de la justicia- Mann se lamenta de nuestra regresión moral, donde la apatía y el miedo nos convierten en lisiados morales.

Un viaje por mar en un trasatlántico rumbo hacia América le permite a Mann releer el Quijote de Cervantes -porque Mann no comparte eso de que las lecturas de viaje hayan de ser pasatiempos frívolos, tonterías para pasar el tiempo, no entiende que haya que rebajar las costumbres intelectuales- y proceder a su análisis -el de un obra cumbre de la literatura universal, según Mann- y establece analogías en algunos capítulos con El asno de oro de Apuleyo. Resulta interesante lo que comenta de la segunda parte del Quijote, escrita como una defensa de la primera y salvar su honor literario, al ver como un imitador de su obra quiere lucrarse con su continuación. Una segunda parte que no procedía pues según Goethe los temas ya se habín agotado en la primera parte. Quijote, un loco, que no necio, de quien Mann valora -entre otras muchas cosas de la novela- su crueldad juguetona, sus practicas mistificadoras en las bodas de Camacho, esa disposición autoral a humillar y ensalazar a su personaje -en su dualismo cristiano- sus discursos sobre la educación, sobre la poesía natural y artística, cuando aparece en escena el hombre del Verde Gabán, o la defensa de la libertad de conciencia que expone Ricote.

Habla de Dostoievski -de fisinomía doliente y trágica; un hombre que estaba en el infierno- y de sus obras cumbres: Crimen y Castigo de la cual dice que es la mejor novela policiaca de la historia de la literatura, o de Los Demonios, cuyo personaje Stavroguien le resulta el más siniestramente atractivo de la literatura universal. Se habla de la enfermedad y del espíritu creador, y ahí aparece entonces Nietzsche, otro enfermo -de parálisis progresiva- y entienden más la enfermedad como algo que los fortalece, que aviva su creatividad. Dostoiveski sufría de epilepsia, fue condenado a muerte con 28 años y se salvó por los pelos, para luego ir confinado a Siberia cuatro años. A pesar de su enfermedad y de sus circunstancias personales, muchas de las veces aciagas, el genio ruso dejaría para la posteridad, obras -además de las antes citadas- memorables como Los hermanos Karamavoz o Los idiotas.

Cuando habla de Chéjov, Mann realza su humanidad, su humildad, su falta de pompa y boato, alguien que dudaba de su capacidad, de su genio creador, que necesitó un empujón -cuando recibe una carta del escritor Dmitri Vassílievich Grigórovich -amigo de Turguéniev, Dostoievski y Belinski-, en la que éste siente impelido a rogarle que no pierda sus energías en bagatelas literarias y se concentre en proyectos verdaderamente artísticos- que lo llevaría tras ese momento epistolar -asombroso, conmovedor y decisivo- a escribir algo más serio, quien incluso obtendría el reconocimiento de Tolstói, autor que se encontraría en sus antípodas, pues donde en uno -en Chéjov- primaba la humildad, la asunción de sus límites, la sospecha de que engañaba a sus lectores al ser incapaz en sus obras de dar respuesta a las grandes preguntas, el otro -Tolstói- era la ufanidad de saberse el padre de las letras rusas, el dueño de un prosa colosal, al alcance de muy pocos, el autor de obras como Ana Karenina o Guerra Paz, obras maestras indiscutibles, que en el caso de Ana Karenina conocemos sus pormenores, lo que a Tolstói le costó escribirla y lo harto que acabó de Ana.

Luminoso es el ensayo sobre la figura de Wagner, ese escritor y músico que da un paso más en la concepción de la ópera, que quiere convertirla en algo más que un adorno sonoro a un espectáculo burgués, buscando uniones dramáticas más puras, más acordes. Wagner que alumbraría obras inmortales como El anillo del Nibelungo, El holandés errante, Lohengrin…que encontraron el reconocimiento popular.

A Goethe, Mann lo sitúa entre los grandes de la literatura alemana e universal. Se decía en su día que el siglo XVIII había dejado tres hechos fundamentales: La Revolución Francesa, La Teoría de la Ciencia de Fichte y Wilhelm Meister. Para Mann la autobiografía de Goethe, Poesía y verdad. Sobre mi vida, es la mejor autobiografía del mundo. Mann nos entera del paso de Goethe por Italia donde encuentra la totalidad y la felicidad, sus devaneos amorosos, sus múltiples amores que sirven como alimento para sus obras, para una mayor experiencia vital.
Un Goethe que su madre de 18 años arrojó al mundo, bajo el aspecto de una masa negra que parecía muerta. !Elizabeth, el niño vive!, clamó la abuela de Goethe.
83 años después, tras haber visto Goethe la guerra de los Siete Años, la guerra de la Independencia americana, la Revolución francesa, el ascenso caída y Napoleón, la disolución del Sacro Imperio Romano, Goethe moría y nos dejaba un legado imperecedero.

Estos ensayos de Mann son para leer y releer en bucle, un alimento para el espíritu y surtidor de futuras y múltiples lecturas que pienso llevar a cabo.

La muerte en Venecia

La muerte en Venecia (Thomas Mann 2001)

Thomas Mann
192 páginas
Editorial Edhasa
Traducción: Juan José del Solar

Gustav Von Aschenbach, el protagonista de la novela, ha superado los cincuenta años, se desplaza, viudo y a paso firme por el territorio de la senescencia, y un buen día, tras un hecho que lo remueve y desasosiega, decide dejar la monotonía y quehacer diario en Munich, la ciudad donde vive, y mudarse unas semanas de vacaciones a Venecia.

Aschenbach es un artista, un escritor afamado, cuyas obras incluso son leídas en las escuelas.

Aschenbach entiende el arte como un corcel impetuoso, a quien solo la disciplina y una actitud ascética y de renuncia es capaz de domeñar, espíritus como el suyo, como el de los poetas, siempre abocados al abismo.

“¿Quién podría descifrar la naturaleza y esencia del temperamento artístico? ¿Quién podría comprender la profunda e instintiva síntesis de disciplina y desenfreno que le sirve de base?.

La llegada a Venecia la hace en barco, pues según Aschenbach “llegar a Venecia por tierra, desde la estación, era como entrar en un palacio por la puerta de servicio.”

Venecia que aúna belleza y podredumbre, se nos presenta como una ciudad inverosímil, de belleza arrebatadora, y también como una ciénaga, pródiga en olores, asaeteada por vientos cálidos como el siroco, febril, por la peste que la asola y despuebla, y ante la cual Aschenbach decide mantenerse impertérrito, en una decisión arriesgada, incluso suicida, como se comprobará, porque sí -la muerte en Venecia- es la suya.

No tarda mucho Aschenbach en querer dejar Venecia, al poco de llegar, pues algo atroz flota en el ambiente que lo crispa y perturba, dejándolo en un estado emocional próximo al desquicie. Si bien, todo cambiará, cuando en el hotel donde se aloja, vea por primera vez a un joven, del que luego sabrá su nombre, Tadzio.

La narración es entonces un diálogo, o mejor, un monólogo, el que mantiene Aschenbach consigo mismo, acerca de la turbamulta emocional que siente crecer en su interior, ante la devastadora presencia del mancebo de quien se ha quedado prendado, ya sin remisión, del adolescente Tadzio.

A partir de ese momento, es la presencia de ese mancebo, esa joven divinidad, de belleza arrebatadora para Aschenbach, quien marcará el compás del dictado del corazón de este. En un juego de miradas, de un buscarse sin encontrarse, con el que “va surgiendo una curiosidad sobrexcitada e inquieta”.

Aschenbach se enamora hasta el paroxismo de una idea, del ideal de la belleza sin mácula, de la juventud sin menoscabo, de lo desconocido, que uno siempre presume como perfecto, corrigiendo cualquier imperfección que se nos presente a nuestros sentidos como tal.

“Pues el hombre ama y respeta al hombre mientras no se halle en condiciones de juzgarlo, y el deseo vehemente es el resultado de un conocimiento imperfecto.”

Aschenbach, racional y reflexivo como es, trata de poner orden y concierto en sus sentimientos, que como lava incandescente, van dejando sus reticencias y principios morales reducidos a cenizas, y para ello recurre al mundo clásico y decide ponerse entonces Aschenbach los ropajes de Sócrates, hablándole a Fedro acerca de la belleza, del amor, de la naturaleza del amado y del amante y empleando la filosofía como ese cepillo capaz de purificar cualquier deseo, que Aschenbach entiende como insano o impropio de alguien como él.

Un deseo, el suyo, reprimido, que aflora, cuando Aschenbach busca la puerta de su amado, como si arrimando su oreja a la puerta de su habitación, lograse así lograr una comunión, figurada antes como imposible, donde la atmósfera mefítica de Venecia, asolada por la peste, hubiera tomado posesión de Aschenbach, y éste se concediera un último deseo, sabiendo que su fin está próximo.

La muerte en Venecia escrita en 1912 es un clásico por méritos propios. Thomas Mann nos ofrece una prosa suntuosa, alambicada, preciosista, de corte clásico, donde lleva hasta lo excelso, esa combinación, tan difícil de conseguir de forma y fondo. En La muerte en Venecia, lo que se cuenta es tan valioso, como el “cómo se cuenta”.

En suma, un placer, un deleite.