Archivo de la categoría: literatura japonesa

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Cacería de niños (Taeko Kono)

Cacería de niños (con traducción de Hugo Salas y editados por La Bestia Equilátera) son nueve relatos extensos (entre 20 y 40 páginas) de Taeko Kono escritos en los años 60. En ellos las protagonistas son mujeres. Casi todas están casadas y viven situaciones anómalas, para el lector, pero encajas con total normalidad por sus protagonistas. En “Cacería de niños” una mujer está obsesionada con los varoncitos. Su querencia parece rayana en la pedofilia. En “Una salida en la noche” el sexo entre dos parejas, y su intercambio parece estar ahí acechando como una sombra ominosa. En “El teatro”, una mujer, cuyo marido se fue a trabajar a Alemania, entra a formar parte de la intimidad de una pareja formada por una bella mujer y un jorobado. Él le cae a ella a trompazos, le patea la cara, pero parece formar parte todo de un juego erótico. La violencia y el dolor, son un plus a la relaciones sexuales; plus que es frecuente en bastantes relatos de Taeko. Comparece también la enfermedad. En “Nieve”, una mujer está traumatizada con la presencia de la nieve, pensando que su salud depende del contacto con la misma. Y esos miedos o traumas los arrostra de adulta, buscando la paz a tanto desvelo en la nieve, como Walser. Pero como los relatos de Taeko quedan siempre abiertos, nos quedamos los lectores con la duda del desenlace. En “Cangrejos”, una mujer enferma de tuberculosis, busca recobrar su salud en un balneario. Salud puesta en peligro cuando reciba la visita de un sobrino, empecinado este en ir a cazar cangrejos. La tía, en el afán de contentar al niño, lleva sus fuerzas al límite, animada por su inconsciencia y quién sabe si también por una pulsión suicida. En “Carne con hueso”, una mujer vive sola. Sus obsesiones van camino de acabar con ella. Entre tanto no sabe qué hacer con las cosas de su marido ausente. “Una colonia de hormigas” nos sitúa en el seno de una pareja. Cuando ella tiene una falta, la pareja fantasea con la posibilidad de ser padres, al tiempo que propicia una retrospectiva sobre su relación. “Marea alta” nos habla sobre los secretos familiares que una niña desvelará en su edad adulta. En consonancia con el espíritu de los relatos, no es extraño que aparezca una madre filicida. Los “Últimos momentos” son los de una mujer que antes de cruzar el umbral hacia el más allá, trata de dejar las cosas apañadas, escribiendo notas para que las lea su marido o la próxima mujer de este.

Son relatos fríos, duros, inhóspitos, y sorprendentes en muchos aspectos, tanto por su temática (muy alejados de los cauces de la narrativa más convencional) como por su desarrollo y culminación (aunque como digo siempre quedan los relatos muy abiertos).

Bueno.

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Breve elogio de la errancia (Akira Mizubayashi)

Akira Mizubayashi hace en este ensayo un breve elogio de la errancia. El género ensayístico no deja de ser a su vez otra forma de errancia y tanteo.

Akira recurre al cine, la música, la literatura, a figuras como Kurosawa, Masaki Kobayashi, Natsume Soseki, Rousseau, Diderot, Rilke, Beethoven, Mozart…, para hablarnos de aquello que él entiende como errancia, apelando a la singularidad humana, y recuperando en su memoria momentos en los que determinadas personas ya sean profesores, alumnos o figuras familiares como su padre deciden enfrentarse al sistema, no como kamikazes dispuestos a inmolarse, sino como ciudadanos que se quieren libres y desoyen los dictados de regímenes totalitarios, y escuchan música a escondidas dentro de un armario, o aquel que está más dispuesto a acudir a una fuente termal que a preservar la foto del emperador en un colegio, como le tienen encomendado, o el soldado que está dispuesto a mejorar las condiciones de sus compañeros a pesar de las represalias, o el profesor (el propio Akira) que no está dispuesto a ejercer su posición de poder, como otros Gran profesores, para achantar y pisotear a otros compañeros.

Akira es consciente de que somos víctimas de un determinismo, en tanto que no elegimos dónde nacemos, tampoco a nuestros padres ni nuestra genealogía ni el país de nuestros orígenes étnicos o raciales, tampoco la época ni la fecha de nacimiento ni siquiera la lengua, a priori. Akira quiere huir de todo eso (con el escaso margen de actuación con el que cuenta), y lo hace sin moverse físicamente salvo sus breves estancias en Francia (esto me recuerda a lo que comentaba Hesse a su amigo Thomas Mann en su Correspondencia cuando el primero, al no poder salir de Alemania llevó a cabo una especie de exilio interior que fue su particular lucha contra el régimen totalitario nazi), y lo consigue en parte al adoptar otra lengua, la lengua francesa que pasa a ser para él la lengua paterna suya.

El libro ofrece detallados y sustanciosos comentarios sobre la obra de Kurosawa y en concreto de películas como Los siete samuráis en la que según Akira, su homónimo logra introducir en el imaginario político japonés cierta idea de República. Algo inaudito, ya que la idea de cuerpo estado-moral, es reemplazada por un cuerpo político que nace de la voluntad común de los individuos reunidos.

Akira traza las diferencias entre la cultura japonesa y la cultura francesa, y recurre para ello al significado de la palabra Okaerinasaï, para pasar a detallar lo difícil que le supone a cualquiera que no sea japonés formar parte de la cultura nipona, ya que los seres venidos de otra parte no tienen cabida en la misma. Si en Europa la sociedad política se presenta como el resultado de una decisión comunitaria y colectiva, como un conjunto de individuos reunidos, en Japón la comunidad nacional es más bien de esencia étnica en la medida en que está caracterizada por la permanencia y la pureza imaginarias de la sangre, nos dice Akira. Habla también de cómo la mentalidad nipona está marcada por lo presentista, solo interesa el ahora, y así se manifiesta por ejemplo esta fugacidad en la literatura a través de los haikus, sumado esto a un conformismo que mantiene en el poder a unos dirigentes que parecen empeñados en desmantelar los principios que inspiraron la Revolución Francesa de 1789, un pueblo que vuelve a votar a los mismos que propiciaron y evadieron cualquier responsabilidad en la catástrofe de Fukushima.

Akira se muestra desconcertado porque ve a su pueblo aletargado, con las conciencias adormecidas, entregado y dispuesto a integrar una “mayoría” sin oponer la menor resistencia ni espíritu crítico alguno. Y quizás de ese malestar surge este estupendo, errabundo y valeroso ensayo.

Gallo Nero. 2019. 143 páginas. Traducción de Mercedes Fernández Cuesta

Otras errancias | Primera silva de sombra

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La mujer de la arena (Kôbô Abe)

«Lasciate ogni esperanza, voi ch´entrate»

En esta portentosa novela de Kôbô Abe (1924-1993), publicada en 1962 (llevada al cine en 1964) bajo el título en japonés de (Suna no onna, con traducción de Kazuya Sakai), el autor reflexiona sobre la condición humana, sobre la tensión que existe entre la necesidad de volar, de llevar una vida nómada, sin ataduras, ni compromisos, y el deseo de tener compañía, de solazarse en el amparo y protección que brinda el hogar, el alivio de la soledad en la compañía ajena, el apaciguamiento que depara el día a día rutinario y clónico.

Un profesor de escuela, de vocación entomóloga, abandona su hogar sin avisar, se entrega a la aventura y acaba en un poblado donde sin saberlo, en la entrada al mismo bien pudiera existir un cártel que recogiera las palabras de Dante que principian este escrito.

No existía. Existía. Ya no existo. ¿Ha importado?. Esta inscripción que aparecía en un epitafio y que recogía Adolfo en Fantasmas del escritor, creo que se ajusta a la perfección a lo que Abe quiere transmitirnos en esta ficción. Para ello recurre precisamente a la figura de un entomólogo, el cual a medida que estudia cuantos insectos tiene a tiro se ve a sí mismo como otro insecto más. Si cogemos algo de perspectiva, desde el aire, vemos que los humanos somos poco más que hormigas, las ciudades hormigueros, embebidos en un continuo ir y venir, acarreando bienes, sumidos en un consumo que nos consume y concluyendo nuestra especie de la misma manera que el resto.

A fin de no destripar la historia, pues su gran aliciente es llegar a la misma virgen, apuntar que de alguna manera esta novela me ha recordado a otra novela que leí con sumo gusto, El niño que robó el caballo de Atila, pues ambas plasman muy bien la zozobra y angustia del encierro en un agujero. Es palmario también el toque Kafkiano de la historia, que me recuerda a su vez a otra novela estupenda, Paradoja del interventor, donde al igual que sucede aquí, de un día para otro, la vida de un hombre cambia radicalmente, abundando luego en lo absurdo de las situaciones, y en la insignificancia de sus actos y por ende, de su existencia.

Otro de los pilares de esta atemporal novela es el deseo sexual, que aviva, reverdece y aquí incluso envilece a quien lo satisface. La novela presenta una cara sensual y voluptuosa, donde la piel ajena y querida vemos que achica el universo y las grandes expectativas del hombre, hasta concretarlo en un punto mínimo que deviene suficiente, cuando el espíritu de transformación muda en otro más llevadero, el de la adaptación.

Recuerdo otra novela que leí y disfruté hace tiempo, cuyo protagonista era también un entomólogo: Alimento para moscas de Jon Obeso.

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La presa (Kenzaburō Ōe)

Parafraseando a Serrat, en el pueblo japonés en el cual transcurre la historia, cantaríamos aquello de: Por sus callejas de polvo y piedra, por no pasar, ni pasó la guerra

Pero esto no es cierto. Durante la Segunda Guerra Mundial, un avión americano caerá a las afueras del pueblo, perdido en un valle, lejos de la Ciudad. Hay un superviviente, un soldado negro. Que sea negro es relevante, dado que para los lugareños, el color de su piel, sus dientes blancos, su figura colosal, su olor, su miembro descomunal, es todo un cúmulo de novedades, que se irán desgranando toda vez que se convierte en prisionero y en objeto de estudio al mismo tiempo.

Al soldado lo encierran en una casa, lo atan con una cadena para que no se escape, lo tratan como a un animal doméstico más (es su presa), que les crea muy pocos problemas, ovillado éste en su soledad y desamparo, abismado en sus pensamientos. En la casa viven dos hermanos con su padre, y lo que sucede lo vemos a través de los ojos de uno de ellos.

El asombro ante lo desconocido da poco después paso a la familiaridad, de tal manera que mientras las autoridades no digan qué hacer con el prisionero éste lleva una vida normal, siendo uno más del poblado, con las limitaciones implícitas en el hecho de que entre el prisionero y sus captores no medie palabra y todo se interprete a la luz de las expresiones faciales y de la disposición del prisionero: un manitas capaz de arreglar cosas, lo que beneficia su situación.

Para el niño, la novedad llegada del cielo lo sume en una felicidad y una alegría que lo anega, lo exalta, y lo lleva tan alto, que luego el crismazo es descomunal. Aquello sólo puede acabar de una manera. Todos lo saben, pero nadie quiere que suceda. Entonces lo irremediable acaece, el niño pierde su inocencia (y algo más), su candidez, su alegría y deja atrás su niñez, para pasar a tomar un buen plato de cocido de la vida adulta, aderezado a base de violencia, muerte, dolor y desamparo.

El Premio Nobel de Literatura Kenzaburō Ōe (Ose, 1935), precisa -en esta novela escrita en 1957, con 22 años- de algo menos de cien páginas para narrar con maestría la transformación que convierte al niño en hombre, la infancia en un recuerdo amable, la guerra, en el aire insalubre a respirar.