Oímos los truenos y esperamos el rayo. Y es tan dulce y tan arrullador el sonido de la lluvia, que nos olvidamos del rayo. Queremos que la lluvia siga, que siga diluviando y así beber de esta sopa de letras que alimenta y esponja el alma. Queremos vivir indefinidamente bajo esta lluvia orquestada de truenos. En este Macondo irreverente, delirante, grotesco, sorprendente y mágico, ubicado al borde de la pesadilla, de la alucinación, en una ciénaga, dónde los humanos sobreviven, se aparean, se atormentan, se vierten con furia en otros cuerpos y se pierden en el laberinto y oquedades de la carne ajena, entre caricias apremiantes, víctimas del ávido deseo húmedo y clamoroso, de las servidumbres de una estirpe que se resiste a ser esterilizada, donde se libran guerras absurdas e interminables, bajo la luz fúnebre de un letrero de guarismos sanguinolentos: 3408, tiempos convulsos y erizados por la áspera caricia de una aurora de dedos artrósicos, figuras centenarias apacentando la espera sin desesperación, libando la hiel de la soledad, donde la vida, siempre de parranda, resulta exultante, cálida, y se llega a una edad en la que se pasa de fabricar recuerdos a sacarles brillo, inermes ante los zarpazos del olvido. Macondo, alucinado y alucinante, inolvidable, es ya carne de nuestra carne, comején de nuestras certezas, alimento de nuestros sueños y quien sabe si también de la peste de nuestras pesadillas. Buendía el que me decidí a leer (buena parte de la misma en voz alta) esta novela. Gabo, allá donde te encuentres, gracias por depararme tantas horas Arcádicas de gozosa lectura. Más de medio millón de ratings de esta novela en GR. Cuando Gabo se cogió un año sabático, que fueron 18 meses y acabó endeudado, no sé si era consciente de que el correr de los años -y el éxito de crítica y público- la acabaría convirtiendo en una obra maestra.