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Soledad y destino (Emil Cioran)

Leía Soledad y destino, publicado por Hermida editores, que recoge los ensayos escritos entre 1931 y 1944, cuando Emil Cioran contaba tan solo 23 primaveras (o mejor, inviernos), hasta los 34 que tenía en los últimos ensayos del libro casi ya acabando la Segunda Guerra Mundial, con traducción de Christian Santacroce y por ciertos devaneos sinópticos yo me imaginaba mientras leía estos ensayos a Cioran montado en un tanqueta, que no tanque, soltando pepinazos a todo edificio viviente, regodeándose entre las ruinas, mientras mueve la cabeza, agitando las greñas que no tiene, escuchando a todo trapo las casettes que saca de la guantera uniendo su voz a canciones como Welcome to the jungle, Appetite for destruction, It’s The End Of The World As We Know It (And I Feel Fine), La cura, y me lo imagino, digo, bramando, desgañitándose sobre el papel como Pepo frente al micro, Llegará el día en que el fruto del último árbol sea el causante de las guerras más violentas y que la mejor herencia que dejar a nuestros hijos sea un disparo en la cabeza, animado por un espíritu telúrico, barbárico, entusiasmado solo ante el alma atormentada, con una sed infinita de absoluto, asiendo el micrófono para vomitar por la ventanilla entreabierta: La nada es un bálsamo de existencialidad, echando pestes de la humanidad !Viva la misantropía! y engolando la voz, arremetiendo contra el sexo femenino, dedicándoles palabras como estas: Dios debería haber sido más compasivo con ellas, no haberles otorgado la voz ni el habla blablablá… y por allá aparecen dos españoles, los reconoce porque llevan puestas las largas, de la pobreza y sin preámbulos les suelta: Los españoles soñáis, amáis la muerte y os apasionáis por el absurdo. Los españoles se encogen de hombros, Cioran avanza, su deambular es propio de un videojuego, del Prohibition, en el que había que disparar a todo pichigato, no dejar títere con cabeza, como hace Cioran con los rumanos, con los viejos, con la inteligencia, la cultura. Hace una pausa, dentro de la tanqueta hace un calor de cojones, siente el cerebro reblandecido. Eso está bien, no, está muy bien, porque el dolor vivifica. Cioran habla ya en voz alta, Si no logramos sembrar de estrellas nuestras tinieblas ¿cómo vamos a esperar la aurora de nuestro ser?. No hay más ética que la ética del sacrificio, se repite cien veces, se lo tatúa en el cerebro. Le toca los cojones a Cioran que nadie haya muerto a causa de la alegría. Él podría ser el primero, pero va a ser que no (bueno, lo vamos viendo). Cioran se siente bárbaro, apocalíptico, right now. Y dispara ya sin mirar, negándolo todo. Cioran quiere arremeter contra la gente inteligente, pero a su alrededor solo hay ruinas, quiere hacer apología de la barbarie, de la locura, del éxtasis o de la nada, mas no de la inteligencia. Empieza a oscurecer y Cioran tiene muy claro que es mejor la oscuridad que una luz mediocre, así que deja la tanqueta a oscuras, iluminada tan solo por la luz negra de sus pensamientos, a oscuras pues, tal que la tanqueta sigue avanzando y cuando se quiere dar cuenta la tanqueta vuela por el desfiladero, rumbo a la nada, la misma nada de la que vino, la tanqueta no, Cioran, ya contento, ya feliz, pleno, místico, repasando antes del impacto final unas poesías de Santa Teresa de Ávila -amurallada-, que lo elevan, aunque no lo suficiente. Game over.

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