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El ala izquierda. Cegador, I (Mircea Cartarescu)

Esta novela forma parte de Cegador (Orbitor), la trilogía escrita por Cartarescu entre 1996 y 2007. El ala izquierda (la primera parte), había sido publicada por la editorial Funambulista en 2010, traducida del alemán. Ahora Impedimenta la publica con una traducción sobresaliente del rumano por obra de Marian Ochoa de Eribe. Las siguientes partes de la trilogía la completan El cuerpo y El ala derecha.

La página 83 finaliza así: De este libro ilegible, de este libro. ¿Lo es?. No, no es ilegible, pero resulta denso, tanto que puedo decir que gracias a esta lectura he amortizado el María Moliner que he recuperado para la ocasión del vientre de la estantería.

Quien haya leído Solenoide, sabrá que la soledad es un constante vital (es un decir) de los momentos autobiográficos del autor.

Este texto, que devora sin cesar, como el moho o el óxido, las páginas blancas, es el sudor, el esperma, las lágrimas que manchan las sábanas de un hombre solo. (página 115)

Una soledad que se puede ver aliviada en la escritura seminal.

En la página blanca sobre la que me inclino y que no volveré a profanar con la simiente obscena de mi bolígrafo. (página 252)

Una escritura que va de lo pensado, a lo escrito y por ende, a lo existente.

La aterradora imagen de la muerte no es para mí el no-ser, sino el ser sin ser, la vida terrorífica de la larva del mosquito, del gusano, de las caracolas de los fondos abisales, la carne viva e inconsciente que nos constituye a todos. (página 258)

Dice Cartarescu que Bucarest es su alter ego, y a esa ciudad ha dedicado el rumano muchas páginas en su narrativa. Cuando la realidad es gris, monótona, mostrenca y asemeja a una foto fija, cuando la palabra esperanza no forma parte de ningún diccionario ni de ningún prospecto, para rumiar esta indigesta realidad Cartarescu recurre a las enzimas de la alucinación, el ensoñamiento y la imaginación (con cierta fijación por las mariposas, la cuarta dimensión, las galaxias de galaxias, de galaxias de galaxias, ofreciendo de paso lecciones de anatomía y teología, situándonos en la Bucarest bombardeada por los americanos en 1944, o posteriormente con los comunistas en el poder, en Nueva Orleans con un albino, un cura y toda clase de episodios delirantes o ante situaciones circenses hilarantes con un agente de la Securitate de por medio, etc- , al tiempo que pone su memoria al baño Maria, filtrándose e irrigando su narración de recuerdos soñados, de sueños recordados, o sencillamente inventando: Recuerdo, es decir, invento, para llevarnos a su infancia, de la mano de sus padres, incidiendo en recuerdos hospitalarios (tan lúbricos como sórdidos), como si toda la infancia y adolescencia de Cartarescu estuviera impregnada del desagradable olor de la penicilina y fuera su realidad tan inexpresiva, inerte y desesperanzanda como su rostro adolescente. Desesperanza que comparten otras bucarestinas.

No me dijo nada cuando me desperté una mañana, muerta de miedo, con una mancha de sangre en la sábana, entre las piernas. Me trajo tan solo una palangana con agua jabonosa en la que lavé la tela áspera. Cuando entraba de repente en la habitación con su cara de obrera atribulada, con su olor a jabón barato, Cheia o Cãmila, con un plato de sopa en la mano, algo se ablandaba y se escurría en mi interior dejando un vacío insoportable entre las costillas: no quería, ni muerta, hacerme mujer, ir a la fábrica, cocinar, fregar, coser, que mi marido me agarrara por la noche, me arrojara sobre la cama, me montara y me maltratara, como había visto que hacían mis padres a veces. ¿Por que no se iba mi madre de casa? ¿Por que no salía? ¿Qué clase de vida era esa entre la casa y la fábrica, con un solo vestido que duraba varios años, con un sujetador que parecía más bien un trapo de cocina y unas bragas hechas trizas de tanto escaldarlas? Algunas veces iba a la peluquería, de donde regresaba con unos ricitos ridículos que se deshacían al cabo de unos días. Cuando se le hacía una carrera en la media, la llevaba arreglar donde una señora que trabajaba de la mañana a la noche en un cuartucho con escaparate, en el que apenas que cabía un su cuerpo rollizo, como una oruga con vestidos estampados. Sí, mi madre había venido a este mundo para vivir sin alegría y sin esperanza alguna. Por eso no me enfadaba cuando veía que me odiaba. Veía en ella mi desgraciado futuro de pintora de brocha gorda o tejedora o prensadora, pues por aquel entonces no imaginaba que fuera posible otro tipo de vida. Y tal vez no lo sea.

El libro no es ilegible pero ante ciertos párrafos, uno se ve como un ciclista ante las rampas de L´Angliru, o como sucede en la narración, inflamado de deseo ante una mujer impenetrable. Si bien, por otra parte, como se dijera en un diálogo platónico: lo bello es difícil.

El alarido de araña y de mujer encendía la sinapsis y los axones del nucleo geniculado medial y descendía, por los conductos eferentes, hacia el colículo inferior, codificado con la frecuencia de una corriente eléctrica que saltaba por los delgados tubos de los nódulos de Ranvier, para bajar por el núcleo ventral de la cóclea y, filtrado por los complejos olivares superiores del tallo encefálico, llenar el acueducto del nervio coclear.

Si Solenoide logró meterme en la historia de principio a fin, esta novela, a pesar de ser más corta, y quizás por capítulos como el último -que miden muy bien hasta donde es capaz de llevarle a Cartarescu su fértil, impetuosa, torrencial, deslumbrante y desbocada imaginación- no me ha enganchado en su totalidad, resultándome más irregular, a pesar de que haya muchas páginas de gran calidad, porque en algunos momentos, como los postreros, más que conectar, la lectura era una invitación a evadirse y a desconectar, a ensoñarse, trascendiendo lo leído.

Lo cual me viene a señalar que Cartarescu, en mi opinión, escribe mejor ahora que hace 20 años.