Archivo por meses: noviembre 2015

Novienvre

Novienvre (Luis Rodríguez 2013)

Luis Rodríguez
KRK Ediciones
2013
168 páginas

Hasta el momento Luis Rodríguez (Cosío, 1958) ha publicado tres novelas. Ya he referido aquí mis impresiones de su primera novela, La soledad del cometa (KRK Ediciones, 2009), y de la última, La herida se mueve (Tropo editores, 2015). Ahora le toca el turno a Novienvre, publicada en 2013.

Novienvre me parece más convencional que la primera y la tercera novela, todo lo convencional que puede resultar una obra de Luis Rodríguez.

El relato es lineal. Arranca en un pueblo de Cantabria con un niño de dos años buscando la teta de su madre, para quien su retoño es la caraba. El niño es un tal Luis Rodríguez, lo que recuerda, no sabe si es tal o si son anécdotas injertadas. Es un pueblo más, de los de aquellos años, en los que los adultos zurraban la badana a los niños, ya fuera en el colegio y/o en las casas, mientras los niños, luego adolescentes, se masturbaban y afanaban en tocar los pechos femeninos que tenían más a mano, mostrando su inexperiencia en las cosas del meter y similares. Luis se juntará con prendas como él, entre ellos un tal Genaro.
La vida avanza. Luis crece, deja el pueblo, estudia en la ciudad, se aplica, comienza a trabajar en un banco, gana dinero, busca sensaciones fuertes, como que lo ahostien, para luego buscar el placer en la mejoría desde el dolor a la cura.
Asiste a un taller de escritura.
Escribe.
«Por la mañana, en el trabajo, vivo tan alejado del niño que fui que parece un antepasado mío. De noche, en la cama, el niño regresa y crecemos juntos».

Luis conoce a Teresa. Tienen algo parecido a una relación, cada uno entra en el otro. Él buscaba sensaciones fuertes. Las tendrá. Ella le pide que le prometa que se suicidarán juntos. Él calla.
Entra Genaro. El amigo de mocedad de Luis. Entra en escena y en Teresa. Podría ser un triángulo sexual. No lo es. Al contrario que en La soledad del cometa, Luis, nos hurta las sodomizaciones.

La vida fluye. Luis también, cuando va de putas.

El capítulo cinco empieza bien.

Anoche maté a mi padre y lo enterré en el jardín. Fue un accidente.

Y como todo lo que empieza acaba, el sexto capítulo dará matarile al libro. Un sexto capítulo que comienza «parecido» al quinto, pero si me dedico a reproducir aquí y ahora todos los párrafos de esta novela que me han gustado, al final tendríamos una versión online de la novela, y es mucho mejor hacerse con este ejemplar en papel, en esta edición de KRK ediciones que es una maravilla y darse un homenaje.

Luis Rodríguez no deja de sorprenderme. Aquí, de nuevo, el cántabro se gasta un humor demoledor, su personaje hace cosas absurdas, patéticas, irreflexivas, y mantiene diálogos que son la monda. Y al mismo tiempo todo resulta tan veraz, tan humano, tan próximo y tan jodidamente sorprendente e INTENSO, SÍ, INTENSO, que ahora tras haberme leído las tres novelas leídas publicadas por Luis, no sé si ponerme a leer a Kant, si dejar de leer, si dedicarme a ver la televisión como si no hubiera cerebro, o bien buscar autores inéditos de calidad similar a Luis.

El discurso vacío

El discurso vacío (Mario Levrero 2007)

Mario Levrero
2007
Caballo de Troya
169 páginas

Llego a esta novela de Levrero después de leer Últimas noticias de la escritura de Chejfec, donde se habla de este libro, con el que Levrero se obliga a ejercicios de cambio de caligrafía como un modo de mejoramiento del propio carácter moral y de las virtudes de su creación.

No tengo claro que a Levrero estos ejercicios de caligrafía le mejoraran su carácter moral ni las virtudes de su creación, pero en tanto en cuanto la razón de un escritor es escribir y si es lo de los que saben que todo lo que escriban verá la luz, Levrero se puede permitir una novela como esta, sin apenas argumento, donde a modo de diario el autor irá plasmando su día a día, tanto caligráfico como existencial, y ante textos como este siempre me pregunto ¿dónde acaba la cháchara intrascendente y empieza lo trascendente?.

Es esta una pregunta sin respuesta.

El libro presenta momentos interesantes, pero esto no es algo claro de ver, sino que atenderá más bien a los gustos del lector, que en esta novela y en cualquier otra, encuentre algo en el texto que de una u otra manera le interpele y le permita rellenar este, aparentemente, discurso vacío.

De todo lo dicho en la novela, me interesan las reflexiones que Levrero (con su particular humor) se hace acerca de la convivencia con su mujer, sobre como maridar la necesidad de estar acompañado, con su necesidad de que respeten su soledad, en pos de la paz y la tranquilidad, anhelante de un silencio benéfico. También la necesidad de ese Levrero creador y autoral, de «ver mi nombre, mi verdadero nombre y no el que me pusieron, en letras de molde. Y más que eso, mucho más que eso, quiero entrar en contacto conmigo mismo, con el maravilloso ser que me habita y que es capaz, entre muchos otros prodigios, de fabular historias o historietas interesantes«.
Y muy jugosa es su reflexión final, el epílogo, sobre lo que acontece cuando uno llega a cierta edad, donde «uno deja de ser el protagonista de sus acciones: todo se ha transformado en puras consecuencias de acciones. Lo que uno ha sembrado ha crecido subrepticiamente y de pronto estalla en una selva que lo rodea por todas partes, y los días se van nada más que en abrirse paso a golpes de machete, y nada más que para no ser asfixiado por la selva: pronto se descubre que la idea de practicar una salida es totalmente ilusoria, porque la selva se extiende con mayor rapidez que nuestro trabajo de desbrozamiento y sobre todo porque la idea misma de «salida» es incorrecta: no podemos salir porque al mismo tiempo no queremos salir, y no queremos salir porque sabemos que no hay hacia dónde salir, porque la selva es uno mismo y una salida implica alguna clase de muerte o simplemente la muerte. Y si bien hubo un tiempo en que se podía morir cierta clase de muerte de apariencia inofensiva, hoy sabemos que aquellas muertes eran las semillas que sembramos de la selva que hoy somos.

Este epílogo, es para mí sin duda lo mejor de la novela, en la que Levrero ejerce de funambulista, caminando durante 169 páginas sobre el alambre, suspendido sobre un vacío que se afana en devorar la paciencia del lector.
Y al final, Levrero logra llegar al otro lado y nosotros con él.
Aplausos.
Levrero, aquel ilusionista

La soledad del cometa

La soledad del cometa (Luis Rodríguez 2009)

Luis Rodríguez
KRK Ediciones
2009
98 páginas

Pon que empiezas la casa por el tejado. Que empiezas leyendo la tercera novela publicada por un escritor, en este caso Luis Rodríguez (Cosío, 1958), que luego, te gusta tanto esa novela, La herida se mueve, que vas en busca del tiempo (que has) perdido, no leyendo más cosas de Luis. Subsanas tu error. Buscas sus dos primeras novelas, tus números son del mismo color que tus glóbulos así que haces una desiderata. El desiderio se cumple, y aquí estamos, ahora frente a la pantalla en blanco, con los dedos fríos y las uñas recortadas sobre el teclado como un pistolero en un duelo que puede ser el último, esperando la llegada de Las Musas, pero hoy es sábado y tienen el día libre.

Y ¿puedo? hablar del argumento, si lo hay, porque las historias se irán intercalando a medida que se cierre cada capítulo y los personajes de estas historias pueden ser reales o bien inventarse a sí mismos y lo que a estos les sucederá vemos que será cualquier cosa menos convencional.

La novela es una descarnada, subyugante, demoledora y cuantos adjetivos del mismo pelo les vengan en mente, reflexión sobre los límites que nuestra moral fija, y que a menudo damos de sí a nuestro antojo.

Leemos como se organizan cacerías humanas, justificadas porque el humano y negro a abatir fue condenado a muerte por asesinato, se contrata a un sicario para que mate un hombre, quien durante la guerra y después en la posguerra fue un criminal. Un Cacique rural que abusa de niñas es respetado por la comunidad, por los padres de las niñas de las que abusa, por los curas, los alcaldes, todos ellos cierran los ojos para luego abrirlos y gritar, !puta(s)!. Tenemos a un joven a quien le da lo mismo chupársela a un viejo que comerse un bocata de calamares, porque tiene tres tumores cerebrales, dice. A saber. A través de un cristal sito en el suelo de su vivienda, un personaje, verá los escarceos sexuales de sus conocidos con una prostituta, forzando luego situaciones que dinamitan la intimidad de todos ellos, o bien optar luego por algo más simple, como el morbo de la realidad, consistente en ver a una pareja corriente en su día, como un GH doméstico, donde en la intimidad cada uno muestra su otra cara, o su verdadero yo.

Este reguero de situaciones disparatadas, embutidas de violencia, de sexo, estas violaciones sistemáticas de cualquier principio ético, en manos de Luis convierten el terreno que hollamos en arenas movedizas. Es imposible, a medida que vas leyendo, escapar del texto. A pesar de que todo lo que leemos nos parezca repelente, no el texto, sino las acciones de estos actores, hay en la manera de narrar de Luis, en esos diálogos que son como tajos sobre un leño, una poética que te desarma, que te abre en canal, como la presencia (y digo presencia porque va más allá de ser un personaje) de la mujer que pesca truchas con las manos, una mujer que encarna ella sola la tristeza y el dolor del mundo y también la esperanza transitoria, y un final que no puede ser otro. No valen las medias tintas, ni los titubeos, o se acaba con un final explosivo, en línea con lo anterior, o no se acaba.

Después de acabar la novela, la he vuelto a releer (porque me resulta tan correosa como una trucha).
Sin llegar a emular a Ricardo Menéndez Salmón, en el pórtico (que da Gloria leer) que éste escribió para Novienvre, la segunda novela que publicó Luis y que comienzo en breve, decir que las libérrimas novelas de Luis para mí son especiales. Aunque la mejor manera de comprobar este aserto es leyendo a Luis.

Los insignes

Los insignes (David Pérez Vega 2015)

David Pérez Vega
Editorial Sloper
2015
190 páginas

David Pérez Vega despelleja en esta novela el mundillo poético que tan bien conoce, pues su trabajo le costaría (supongo) en su día, colocar y publicar sus dos poemarios y luego sus novelas. Los insignes es la tercera, tras Acantilados de Howth (reseña), y El hombre ajeno.

A David le sigo desde hace unos cuantos años a través de su blog Desde la ciudad sin cines.
El protagonista de la novela, Ernesto Sánchez, también tiene un blog, de poesía. Poco a poco se ha ido haciendo un nombre, aumentando el número de visitantes, e incluso un buen día recibe la visita del señor de la portada, de Kim Jon-un, el Jefe de Estado de Corea del Norte, quien ha escrito un poemario titulado Mi padre, el amado Líder Supremo, y al tiempo que mediante Skype se comunica en castellano con Ernesto, mejorando así el conocimiento de nuestra lengua, le pide a éste, como entendido en la materia que es, que valore su libro. Lo cual sucede al final de la novela. Ernesto además de poeta y bloguero es funcionario de carrera de grupo A, y trabaja como Inspector de Hacienda. Esto es relevante, porque llegado el caso, Ernesto podrá echar mano de su dinero, para financiarse la edición de su libro, y cumplir así su sueño de tener algo publicado.
Así son los escritores, amigos.

Esta novela me ha enganchado porque como bloguero me puedo identificar en mayor o menor medida con Ernesto y sus devaneos globosféricos. En lo tocante al despellejamiento del mundo poético, no sé si los nombres que por ahí salen, son el trasunto de personajes reales o no, pero que ese mundo editorial que nos pinta David huele a podrido es un hecho.

David se explaya sobre los suplementos culturales como por ejemplo Babelia, donde las críticas siempre son favorables, donde se es muy blando con los libros malos, donde las críticas las hacen amigos de los autores, o amigos de los editores, o autores que quieren publicar sus libros en esas editoriales que alaban, etc, donde al final son los intereses crematísticos los que priman, más que el enjuiciamiento crítico de una obra de arte. La cultura como tal se transforma entonces en algo abstracto y esos insignes, que dan título a la novela, son personajes de carne y hueso, que dirigen las editoriales, y que David nos presenta como gente ignorante, con un escaso conocimiento de la literatura en general, circunscrito su saber a conocer los libros que integran sus colecciones.

Ernesto se nos presenta como un Quijote bajo el aspecto de Rompetechos: bajito, calvo, con gafas de aumento, que va denunciando todo aquello que le enerva, ya sea el éxito de cantantes de rock, aclamados también como poetas (como Iniesta, el Rey de Extremadura), a pesar de sus letras sonrojantes, con poetas que hacen del apalizamiento personal una lanzadera al éxito editorial, poetisas que combinando lo bizarro y lo dramático consiguen el beneplácito de todos cuantos las adulan, poetas de melenitas sedosas, que esperan la llegada de las musas, subvencionadas por el Estado, disfrutando de alguna beca otorgada para la «creación literaria», etc.

A quienes todos estos devaneos propios del mundo editorial le traigan sin cuidado, no sé hasta que punto esta novela puede serles interesante. Al menos a priori. El hecho es que una vez que empiezas a leerla, te ves conminado, al menos en mi caso, a leerla del tirón.

Respecto a Acantilados de Howth la prosa de David ha mejorado, resulta más fresca, más suelta, ha cogido el tono, un tono que se sostiene casi toda la novela. Hay algún bajón también y las páginas donde surge la figura de García Ayuso o donde se detalla hasta la extenuación el empeño de Ernesto por ver publicados sus poemarios, se convierte en algo obsesivo que me recuerda lo peor de Acantilados.
Sin embargo, cuando David se desmelena y se aferra al humor, a la sátira pura y dura, ahí el libro ofrece momentazos como el de la meada catártica, la transcripción de esos poemas que tantos parabienes reciben y se mueven entre lo soez y lo cursi, casi siempre, la poeta perrofláutica que no sabía quien era Catulo, y esos mandobles que el autor va soltando a Izquierda y Derecha.

Tengo la impresión de que David, donde en su blog hace sesudas y valiosas reseñas, como las que también hace Ernesto, parece lamentarse, y mucho, de la medianía en que nos movemos, donde ni siquiera quienes están al frente de editoriales son gente culta, muchos menos, eruditos, convertida la cultura en un bien más, un bien perecedero y fungible, que deja escaso poso, donde comprobamos que quienes se acercan, si es el caso (poco probable) a la poesía, deciden leer antes a Marwan que a Rilke, a Bukowski que a Gamoneda.